Playas citadinas y
gente a la orden.
El desayuno era uno de los
mejores momentos del día. Atacaba con una moderaba voracidad las arepas de
maíz, arepas con anís, el café del día, el jugo de Tamarindo, los huevos
revueltos, así como las tostadas con mantequilla. Todo eso panza adentro en
media hora. Después de desayunar nos movilizábamos hacia nuestra playa favorita
frente al Centro Comercial Nao en Boca Grande.
Después de una caminata, y
estudiar el terreno un poco, podíamos cruzar a dicho centro comercial para
almorzar en un patio de comidas una bandeja de comida rápida por 15.000 cop$
(unos 6 dólares). Pero también, si estábamos en un horario relativamente
temprano – cerca del mediodía y no a las 2 de la tarde – nos podíamos quedar en
la playa, alquilar unas reposeras con sombrilla y saltear el almuerzo. Dos
reposeras muy cómodas con sombrilla se podían alquilar por 30.000 cop$ pero
siempre se puede negociar a 25, 22 y hasta 20 mil cops.
A veces nos distraíamos con lo
que leíamos o con lo que pasaba en la playa y no era necesario almorzar. Un día
se acercaron unos pescadores a la orilla turística con unas redes y se
extendieron unos 200 metros. La gente no se podía meter mucho al agua, los
agentes del orden no intervenían, pero tampoco era necesario ya que estábamos
todos fascinados con esa pesca masiva que habían organizado apenas 10 tipos en
dos botes con una red enorme. Nosotros no éramos los únicos curiosos. De la
nada descendieron bandadas de gaviotas y pelícanos que se disputaban los
pescados en pleno vuelo como si fuesen los Tigres Voladores contra los Zeros de
la Segunda Guerra.
Entre la pesca local había mucho Lebranche y Picúa. Ninguno era muy grande.
Todos eran sugerentemente comestibles para unas milangas o para ponerlos a la
parrilla con unas alcaparras.
Los pescadores terminaron su
proeza y la pesca fue escasa. Hicieron un efecto pinza y cerraron ambos tramos
de la red para confluir sobre la arena de la orilla. Allí mismo los empezaban a
vender a los lugareños (muchos de ellos vendedores ambulantes, pobres, que
estaban ahí peleando el mango). A puro ojo y sin balanza. Los paisanos ya
sabían y se acercaron con bolsitas de supermercado a donde les tiraban los
pescados luego de darles algunos escasos billetes. Yo no entendía tanta
dedicación para tan poca pesca y magra recaudación de dinero. Pero la vida
costera en Cartagena es un poco así. Lo importante no es ganar mucho, sino
ganar algo y vivir tranquilo. ¡Como buen porteño capitalista (socialista pero
capitalista al fin) tenía ganas de montar una fila de personas e instaurar un
nuevo régimen de venta para una mayor ganancia de los pescadores! Me costaba
ver que la gente se llevaban 4 o 5 pescados frescos de tamaño mediano por solo
3 dólares (10.000 cop$). Pero supongo que a la larga los pescadores van a vivir
mejor alejados del frenesí que un porteño cebado fuese a sugerir en esa tarde
de sol y pesca escasa.
Si uno quisiese almorzar en la
playa se puede ir a uno de los bares o se le puede comprar a los vendedores
ambulantes una bandejita de arroz con un pescado frito, que viene con dos
patacones y una ensaladita de lechuga, a 12.000 cop$ o 4 dólares. También se
pueden comer dos riquísimas empanadas de carne y pollo por 4000 cop$. Esa es la
oferta gastronómica más típica al paso que hay en la playa y dentro de la
ciudad también. Cuando la gente local come eso, para mi ese es el camino a
seguir.
Vinculado al comercio ambulante,
tengo una reflexión quizás polémica. Acompáñenme en esta línea de pensamiento y
veamos qué decanta de estas variables. En Cartagena hay mucho trabajo
callejero. Mucho. Claro está que es todo informal y precarizado. La masiva
venta ambulante debe estar acompañada de una misma demanda para que semejante
oferta y movimiento tenga lógica y sustento plural. La venta ambulante genera
poca ganancia, pero genera ganancia al fin, y no está organizada – en general –
por un capo mafia local como sí ocurre en Argentina. Así es que si yo quiero
salir a vender una gaseosa en la playa lo puedo hacer. Así se hace. Con la
particularidad de que si la compro a 2000 cop$ en el supermercado acá la venden
a 3000 cop$ en la playa. Se conforman con un 33% de ganancia, mientras que en
Argentina le pondrían mínimo un 50%. De esta manera todos venden a un precio
razonable y todos venden al fin. También todos trabajan. Todos. Entonces, si
bien yo estoy a favor de la legalización laboral de todo en Argentina, la
precarización laboral en Cartagena hace que todos ganen poco pero que al menos
todos trabajen y ganen algo. Claramente la relación costo-beneficio es
acompañada del nivel de expectativas de la calidad de vida de los ciudadanos.
Vivir con poco en Cartagena es normal, el ciudadano clase baja – o el
inmigrante joven de Venezuela – no tiene grandes expectativas financieras ni un
futuro claro. En una costa Argentina esta tendencia de venta y precarización
laboral es apenas tolerable y en Buenos Aires es directamente intolerable por
el alto costo que tiene la interacción en esta última ciudad. En Cartagena lo
veía razonable, pero es cierto que en mi país pondría el grito en el cielo a
favor de los trabajadores informales (y también les pediría que tengan precios
razonables como los de Cartagena).
El análisis dialéctico en el
devenir diario también me hace ruido cuando la mayoría de los empleados y
vendedores dicen: “a la orden”. Más allá de un uso idiomático, no me deja de
interpelar un cierto fantasma de cultura servil. El argentino es rebelde por
naturaleza. Jamás te diría “a la orden”. A la
orden las pelotas. Por más hambre que haya. No puedo evitar ver un espectro
colonialista en lo cotidiano. El tema de servir, de estar a la orden, de hablar
de la gente de dinero - o de los estadounidenses o europeos - como si fuesen supra-humanos.
Eso me moviliza y hasta me indigna. Si hay una Farmacia Marta y una Farmacia
Inglesa al lado, la gente, el vulgo profano (como dicen muchos), se va para la Inglesa solo por la
banderita Británica y ese espejismo social de que todo lo europeo siempre es
mejor. Igual cuando entrás a cualquier de las dos te despiden con un “a la
orden”. Despertate, hermano. ¡A la orden las pelotas!
La clase alta colombiana también
se destaca claramente sobre el resto de los otros mortales de a pie que andamos
por la ciudad. Aunque suene extraño, y hasta cliché, muchos no toman sol, se
tiñen de rubio, se visten de blanco y caminan con altanería naturalizada.
El cuarto día nos sorprendió con
un desayuno sin arepas (#whitepeoplesproblems), pero con jugo de mora, café,
tostadas y salchicha con huevos revueltos. Después de la comilona matutina
llamamos a quien nos pasó a buscar por el aeropuerto y le negociamos un tour en
taxi por la ciudad para ahorrar tiempo y contratiempos. Yo de a pie crucé la
frontera con El Salvador de noche, pero con mi novia no me iba a arriesgar a
caer por error en algunos barrios que podían ser picantes. Más allá de que
Cartagena sea una de las ciudades más seguras de Latinoamérica. El amigo Nelson
Padilla (+573135334047) nos llevó por unos 100.000 cop$ en un tour de tres
horas por toda la ciudad (33 dólares fue un poco carozo, pero estaba dulce
porque apenas habían pasado 96 horas desde que había llegado a Colombia).
Juntos recorrimos el Castillo San Felipe de Barajas, pasamos por las 8 plazas y
otros puntos turísticos clásicos. El Castillo San Felipe de Barajas es una fortificación
localizada en la ciudad de Cartagena de Indias en Colombia. Su nombre real es
Fuerte de San Felipe de Barajas. Está situado sobre un cerro llamado San Lázaro
y fue construido en 1657 durante la época colonial española.
En ese recorrido me compré una
camiseta apócrifa de la selección de Colombia, con el número y las letras de
Juan Fer Quintero porque soy muy hincha de River Plate, y la pagué 10 dólares. Las
originales estaban cerca de 90 dólares. Además atacamos un local de chocolates
para regalar y otro de souvenirs. El tour de Nelson terminó en Café del Mar, un
bar chetísimo donde la clase alta se junta a beber algo caro y ver la puesta
del sol. Yo llegué con una musculosa de River y me pedí la cerveza Águila por 5
dólares porque mi plata vale como la de cualquiera y porque la vanguardia es
así. Dicho sea de paso, Café del Mar no es un café y no sirven esa bebida.
Paradojas colombianas. Jimena pidió un Campari por unos 7 dólares y nos
distrajimos de la puesta de sol hablando con un mexicano de una orgía que había
organizado en el Hotel Faena de Buenos Aires. Cosas que pasan cuando uno camina
este mundo.
Después de dejar las bolsas en
el hotel, decidimos bajar un cambio de gasto y nos fuimos a un comedor popular
que estaba sobre una avenida transitada pero bastante común. Yo me pedí un
plato de patacón con carne y ensalada por 3 dólares y Jime pidió la mejor
salchipapa que probé en mi vida, a solo 2 dólares. Ambos platos acompañados de
un jugo de mango y otro de mora por 1 dólar cada uno. Si uno está ajustado de
dinero, como en mis épocas de mochilero, te podés alimentar en la calle por 3
dólares diarios y pedir un vaso de agua en cualquier local. Esa vida de
mochilero la vuelvo a vivir de forma intermitente, con la tranquilidad
económica al saber que a la noche duermo en una cama grande, con aire
acondicionado y la mini serie de Maradona en México por Netflix en el LCD de la
habitación del hotel. Amo ser mochilero, aventurero y Latinauta, pero hace años
me amigué con el dinero y me permito ser un poco burgués cuando puedo a mis 44
vueltas solares.
Cuando terminé el desayuno del
otro día (de café, jugo de guayaba, palitos rellenos de queso, huevos revueltos
y tostadas), caminamos como todos los días por la Avenida Marbella hasta que nos
cansamos y tomamos un taxi. Siempre antes de subir confirmábamos el precio que
nos salía hasta la playa de Boca Grande justo frente al Nao.
A tener en cuenta que es al pedo
traer mucho abrigo a Cartagena. En otras áreas de Colombia, como en Bogota,
puede estar fresco. Pero Cartagena, a pesar de ser costero – y muy lejos de
como es la costa argentina - no necesita que uno tenga mucho abrigo. Olvídense
de traer una campera. Eso es solo para el avión o los aeropuertos. Yo diría que
en la ciudad ni siquiera es necesario
tener un buzo o sweater, pero digamos que traer uno para una semana no está de
más. Yo diría que traer pantalones largos es también solo necesario para el
viaje en avión y no para el devenir diario. Podes estar todo el día, y la
noche, en malla, ojotas y remera y está bien. La temperatura generalmente
oscila entre 20 y 30 grados pero no es un calor sofocante, y se vive bien con
esa temperatura. La temperatura por la noche baja un poco, como el asedio de
los vendedores ambulantes. Cuando cae el sol, cae su energía de venta. Pero
durante el día, agarrate, hasta adentro del mar y en jet ski te quieren vender
un viaje o una media horita en moto de agua!
Por la noche del otro día cenamos
en un restaurante lindo que también era bastante popular. Yo me pedí Ceviche de
Camarón, que era básicamente camarones encebollados con salsa sobre una base de
patacones. Safó. Para beber tomé jugo de maracuyá con lima. Es sorprendente la
disponibilidad de frutas que tiene en todos lados. Insisto, acá en Argentina
seguimos con los mismos sabores y frutas hace 70 años (podrían al menos traer
frutas envasadas, pero nadie se arriesga).
En el último día en Cartagena visitamos
nuevamente el Centro Histórico, por unos últimos regalos, y yo descubrí la Plaza de la Medialuna : una gran feria
de libros baratos como los de la plazoleta de Primera Junta en Caballito,
Buenos Aires. A 13 dólares compré dos libros sin usar, pero viejos, de política
colombiana y uno más llamado “Los Expedientes X de Colombia”. Saliendo del
centro histórico, casualmente, encontré la mejor librería de Cartagena: Ábaco
Libros es cara pero tiene todo nuevo, una muy buena variedad y selección de
libros, así como un excelente servicio de café. Además de que es una bella
librería. Allí compré la última novela de Andrés Caicedo (inconclusa pero
editada por Seix Barral Colombia) y dos novelas gráficas colombianas. Una es
una slice of life de Bogota y la otra
una novela gráfica apocalíptica y artsy.
Después de pasar por el
Supermercado ARA, donde compré MUCHA comida y café para traer a Argentina, nos
preparamos el equipaje para salir rumbo a la
Isla Barú. Antes de ingresar al hotel me
comí una última empanada en TÍPICA, una cadena de empanadas que tiene un sabor
y precio razonable (pedí una hawaiana de jamón, queso y piña a 2500 cops/0,80
centavos de dólar). Cuando ingresé al hotel solo subí a visitar la piscina de
la terraza y a tomar fotos porque nunca llegué a zambullirme. Con una buena
playa enfrente, y una muy cómoda habitación, no sentí la necesidad de usar la
piscina o el gimnasio. Cosas que pasan. Podía prescindir de una piscina porque
en cuestión de horas iba a estar buceando con cardúmenes al mejor estilo Johnny
Quest!
CONTINUARÁ
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